Desde hace unos días estoy en casa de mis padres. Su hogar esta situado aproximadamente 2 mil kilómetros del mío. Y no por repetido el transito de esa distancia deja de afectarme, sorprenderme. Los kilómetros que recorro para llegar aquí, me requieren de muchos ajustes. Los de carácter práctico (billetes, equipajes, estancias intermedias,...) son pesados, pero se llevan cada vez con mejor habilidad, pero; los emocionales, me siguen costando. Los sé, los anticipo, pero me cuestan.

Por eso los primeros días estoy aturdida con el ruido (se habla a voces, la T.V. esta al triple del volumen necesario, se cocina para diez y al cocinar se hace ruido, sopla el viento con intensidad, hay móviles y maquinitas por todos lados, mientras más niños más peleas, más carreras, más algarabía,...ruido, ruido, ruido...). Y siempre me pasa lo mismo, las primeras horas no lo escucho emocionada por los encuentros, por los abrazos y besos, la posibilidad de mirar a mis padres, a mis sobrinos y compartir la cotidianidad con ellos que anhelo con locura. Pero luego, pasados pocos días, comienzo a sentir el malestar de no encontrar el silencio que siempre ha sido mi refugio.
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Llevo un tiempo callada porque he tenido demasiado ruido alrededor. Antes, en casa, un ruido cargado de necesidad, la de la pequeña H. que no sabía que hacer con sus historias del cole, pero esas son otras historias que hoy no tocan. Ruido por los cierres que acompañan el final del año. Ruido por las noticias que rompen la paz en los ámbitos en los que nos movemos. Ruido por las bienvenidas a los que vienen de lejos cargados de compañía y buenas noticias, pero todos a las mismas horas, los mismos días.
Dotar de significado positivo, útil, a las cosas que nos inquietan es un ejercicio de salud mental, un trabajo que nos hace sanar y en ello estamos...escribiendo para empezar, pensando en hablarlo para seguir, y seguro que no pasan dos días sin que me tire al estos montes que tanto bien me hacen para aliviarme de mi.