Hace diez años viajé a Argentina con dos amigas. Al final de ese viaje G. me regaló una botellita pequeña con tierra rojiza que había recogido en Iguazú. Ese viaje, fue una celebración de la vida y de la amistad. La cumplida promesa de conocer un lugar con el que soñaba desde niña.
Ese regalo marcó el comienzo de una tradición. Desde entonces, intento traerme un trocito de tierra de los lugares que me son especialmente significativos. Esos centimetros cúbicos de arena que van del blanco al negro pasando por diversos matices. También del terracota al amarillo, y varias gamas de marrones. Todos muestra de la diversidad que tanto me gusta. Esas botellas llenas de tierra y arena me recuerdan la vida vivida en esos lugares. Que casi siempre, es una buena vida.
La tierra habitualmente representa el suelo firme, las certezas, los nutrientes que nos ofrece la naturaleza, nuestro alimento y cobijo, el lugar de nuestras raíces. Raíces que nos dan certezas incluso a los que tenemos alas y no hemos dejado de volar -ni queremos-.
Tres de esos botes tienen una relevancia emocional importante para mí.
La primera es blanca y la recogí en una hermosa playa del Caribe Venezolano en el último viaje que hice a mi tierra. Lo hice acompañada de los amigos de la infancia que han permanecido en mi vida adulta. Amigos que sólo llenan mi vida de sonrisas y lugares que sólo llenan mi corazón de amor por la belleza de la tierra en que nací, a pesar de aquello en lo que se ha convertido.
La segunda es negra. Es arena volcánica de la Playa del Faro en la Isla de La Palma. La playa del pueblo en el que nacieron mis padres y deseo acabar mis días en esa visión tan romántica que atesoro de mi vejez. Esa playa de aguas cristalinas que tantas imágenes familiares me evoca.
La tercera es la arena que recogía junto a H. en el monte Entoto, a 3000 metros de altitud y con la ciudad de Addis Abeba a nuestros pies. Lo hicimos unos días antes de regresar a nuestra casa. En medio de un paisaje natural plagado de eucaliptos, y de un paisaje humano cargado de sonrisas y grandes esfuerzos físicos.
Me gustan las cosas que me nutren. Me gusta sentir que en el salón de mi casa, situada en plena meseta castellana, lejos de esas montañas y de esos mares, hay un trozo pequeño de los mundos que viven en mi.
Por cierto, me acabo de dar cuenta, no tengo ninguna botellita con tierra, de esta "tierra". Habrá que poner remedio.
Este blog es un regalo. Yo quería tenerlo y alguien que me quiere me lo regaló. Yo quería que mi casa tuviera ventanas y puertas y él me regaló una casa entera. El lo llenó de sol y yo de otoño. Todo tiene su momento. Este es el mío. No tiene un tema, solo tiene un fin aunque todavía no sé cuál es. Está aquí, es mi regalo. Cuidaré de él.
Qué bonito! Me encanta esta tradición tuya y ahora me da mucha pena pensar que no tengo un poco de tierra de Etiopía. Cuando regrese tengo que traer conmigo para regalarla a mi hija.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias Bego, pues sí me gusta la tradición y empezó, como este blog, como un regalo. Es curioso reparar en las diferencias de colores, texturas,...Y me gusta mucho esa sensación, me recuerda los mundos que habito y me habitan, como decía Gioconda Belli.
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