En estos días, gracias a la inestimable compañía de los
abuelos, podemos disfrutar de las noches de verano. Me he pasado más de la
mitad de mi vida llena de noches de verano que no sabía que lo eran. Como con
muchos procesos afectivos, yo apenas soy consciente de lo valiosas que son para
mi algunas cosas, cuando las pierdo o voy perdiendo. Habitualmente se diluyen
entremezcladas en otras presencias más intensas o en otras decisiones más
trascendentales.
Sin embargo, sucede a menudo, que las reconozco cuando reaparecen.
Sí, aún antes de que lleguen con entidad. Supongo que es un proceso emocional
avocado a la superviviencia. A evitar la tristeza de la pérdida y, sin embargo,
a celebrar los reencuentros.
Estas noches de verano me he reencontrado con la amistad
adulta, con las largas conversaciones sin horarios ni interrupciones
infantiles, compartiendo la trascendencia o la trivialidad de la buena compañía y
con ella de las ilusiones o los quebraderos de cabeza. Esta ciudad emociona por
las noches. Y sus noches de verano aún más. Y a mi esta semana de relaciones y
afectos me tiene especialmente contenta. No han sido noches de intensidad. Solo
han sido noches de certezas
Pero mi noche de verano tiene fuego desde ayer en la tarde y
entonces ya las noches no me gustan porque están llenas de fantasmas y de
sombras, están llenas de incertidumbre. Estamos pagando caro el verano. Estamos
pagando caro el no recordar las cosas valiosas que nos rondan y cuidarlas con
celo. Por eso soy tremendamente consciente de los cuidados que me han prodigado esta semana. Cuidar es una forma de hacer las cosas perdurables.
Las fotos son de mi amigo Saúl, un hombre que ama la Naturaleza y para muestra un botón http://www.santossaul.com/
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