T. tiene unos siete años y los ojos tremendamente azules. La piel perfecta de la niñez, una hermosa cabellera rubia. Su belleza es innegable y cautiva.
Cuando la veo, sin embargo, esa belleza y su inocencia de niña, me producen una sensación ambivalente. Por un lado, la obvia, la calidez y la ternura. Por otro, el mal sabor de un recuerdo y una duda.
T. tiene un parecido físico extraordinario con una joven que conocí hace meses. La Guardia Civil la trajo a la institución en la que trabajo. Como era extranjera y no hablaba ni castellano, ni inglés, nadie había logrado hablar con ella y allí la sentaron, en mi mesa, como si yo hablara su lengua materna!!!. Nada más lejos de la realidad. Creo, sin embargo, que si hay un lenguaje que hablo y es el de asumir ciertas responsabilidades que otros delegan porque no saben qué hacer con ellas. Yo tengo la certeza de que comunicarse a ciertos niveles no es cuestión de idioma, sino de instinto.
La encontraron al amanecer de un día de semana, caminando por una de las carreteras que salen de la ciudad. Presuponían que venía de un club de alterne cosa que ella negaba rotundamente. Simplemente estaba perdida. Salió de su casa, esa en la que llevaba pocos días viviendo junto a su novio, y no sabía volver. Ningún teléfono al que llamar. Sólo su nombre y su apellido, tan común como los árboles en un bosque.
Su documentación decía que tenía 18 años recién cumplidos. Aparentaba 15 o 16. Gracias al trabajo de una interprete pudimos conocer la historia que quiso contarnos. Viajaba con su pareja, era la mayor de varios hermanos. Su familia no estaba en España pero sabían que ella sí. Todo creíble, todo increíble.
Con ayuda de la interprete le dimos información sobre aquello que ella negaba, intentando ser prudentes en el respeto a su intimidad. Le facilitamos información en su lengua sobre las posibilidades de apoyo que tenía. Le ofrecimos que hablara por teléfono con quien quisiera. A todo se negó. Sólo sonreía. No parecía ni nerviosa, ni asustada. No había consumido nada. En su lengua, su discurso era sereno y coherente. Según ella, sólo estaba perdida.
Le pregunté en qué podía ayudarla. "A llegar a casa", contestó. Simple; solo que ella no sabía donde estaba esa casa. Nada, ni una pista útil. Tras un rato de buscar en su memoria de pronto lo dijo: "cerca hay un parque con patos".
No son muchos los lugares de esta ciudad en la que podemos encontrarlos. Fui con ella hasta allí y tras dos o tres vueltas por los alrededores localizamos un portal, y subí con ella a un piso en el que no sabía qué me esperaba. Preferí no entrar por prudencia y por respeto. Solo le recordé a ella y a quienes asomaron al dintel de la puerta, quiénes eramos, dónde estábamos y qué sabíamos. En esas personas nada sospechoso. Informé a los servicios sociales del incidente.
Meses después he vuelto a ese lugar, he entrado en esa casa donde ahora vive otra familia. He preguntado por ella y la recuerdan. Sin embargo nadie se asume como cómplice ni habla de lo que pasaba.
Llevo días pensando en ella. Pensando en el infierno. Pensando en las veces que buscando el paraíso fácil equivocamos la puerta al entrar. Pensando, como lo hice a lo largo de aquellas horas..¿había algo más que podía haber hecho por ella en contra de su voluntad?... Pensando desde mis certezas y mis errores, desde mis dudas y mis intuiciones.
Y el domingo, de excursión junto a T., viéndola, sintiéndome reflejada en su mirada, no he dejado de pensar en la responsabilidad que tenemos todos, de que ciertos infiernos desaparezcan para siempre.
Te entiendo perfectamente. Muchas veces solo podemos acompañar en un camino hasta una bifurcación y dejar marchar porque las circunstancias y la lógica nos dicen que es el momento...Si tuviéramos la bola de cristal quizás podíamos saber cuando obrar de otra manera para pre-venir,pero lo cierto es que tu acogida en el momento en que llegó a tu centro seguro que le queda como huella imborrable de aceptación y afecto, esté donde esté, sea cielo o infierno. Un abrazo
ResponderEliminarGracias por tus palabras Conchi. Es verdad que a lo largo de este camino que recorremos con ellos, sean jóvenes o mayores, que sería mi caso; uno de los aprendizajes más importantes es aprender a dejarles marchar y, con ello, confiar en dos cosas: una, que nunca olvidarán el camino de regreso si hiciera falta desandar el camino y dos, si deciden seguirlo, que se lleven alguna herramienta útil para mantenerse a salvo emocionalmente.
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