martes, 8 de septiembre de 2020

MEMORIA

Llevaba días pensando en él, como me ha pasado en otros momentos de la vida. Anoche, acompasando el recuerdo y la disponibilidad, lo volví a buscar en las redes sociales. Al entrar en su perfil de Facebook, una nota anunciaba su fallecimiento hace unos años. 

Conocí a R. hace tres décadas, en uno de los lugares donde más feliz he sido. Un lugar que no solo facilitó mi vida de entonces a nivel logístico, sino del que solo tengo recuerdos hermosos, de vivencias que me empoderaron hasta el infinito. Era, no sé si ahora lo es, un enclave de por sí, hermoso. Entre montañas, con una vegetación exhuberante, un oasis al lado de mi casa. Yo, que para entonces, llevaba cinco años de atascos y madrugones a cuestas. 

Allí, pase casi dos años, entre verdes de todas las tonalidades, con el frescor de la mañana a cuestas. Con su colección de arte sembrada en los jardines y con la certeza de estar formando parte de un proyecto innovador, nacido cuarenta años antes. Ese lugar, no tengo ninguna duda, por lo vivido en experiencias, relaciones y reflexión compartida, cambió mi vida y mi destino. 

Mi encuentro directo con R. fue breve, pero intenso en significados. Lo recuerdo vestido siempre de negro, con esa barba entrecana que me fascinaba. Él, consciente de su poder, o quizás de su fama. Me doblaba la edad y más que ésta, para entonces, me doblaba la vida. En el lugar en el que nos conocimos, yo vivía dos realidades paralelas, la de los que me doblaban la edad: jefes de laboratorio, investigadores con sus diferentes jerarquías, el decano y vicedecano del Centro de Estudios. Y la realidad de sus estudiantes, la mayoría de mí misma edad y con quienes compartí encuentros, risas y sueños. También algunos han trascendido estos 30 años.

De R. atesoro muchas miradas y encuentros en el trabajo. Atesoro su voz ronca y la dureza de sus gestos a la mirada superficial. Una cena en un lugar imprescindible de la Caracas que todos amamos. Atesoro una caricia y una carta cuando ya habíamos dejado de escribirlas a mano. Hay muchos gestos que humanizan a los dioses. Hay que saber verlos. Hay otros que nos recuerdan que, aunque nos endiosen, siempre estamos de paso.

R., no he dejado de pensarte desde anoche. Me entristece tu ausencia de este mundo. Ciertamente la última vez que hablamos, tu salud ya comenzaba a pasarte factura. El destierro forzado de la Patria Buena no ayudaba mucho. Aunque tu renovada paternidad, sí lo hacía. Hay que aferrarse a la esperanza.

Que la tierra te sea leve, compañero de viaje. Que volvamos a vernos.

 

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